Menos Mitos

Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 20

5-11-2017 / Lecturas, Menos Mitos
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Entre las glorias incomprendidas que disipan los márgenes de la presente epopeya, he aquí una aproximación al Anarquista, profuso literato de méritos celebrados en el más allá. Hoy, por fin, con nosotros.


Los Defensores de Causas Perdidas. Capítulo 20

Por Juan Fragueiro.

Capítulo 20

No sé de qué se trata pero… ¡Me opongo!

En la fallida reunión espiritista que Rodolfo Bafometo, alias El Diablo, intentó llevar a cabo, uno de sus invitados resaltó intelectualmente sobre el resto del grupo: El Anarquista.

Tipejo de andar descuidado, vestimenta improlija y dueño de una sonrisa carente de simpatía, El Anarquista es autor (entre otros atentados) de un libro cuyo título nos demuestra la incipiente incredulidad acerca de sus éxitos literarios: «Mis memorias… Por si a alguien le interesan».

Algunos capítulos son de una excelente dicción escrita; otros merecen el olvido cuando no el escarnio popular y el de las élites literarias. De los primeros hemos extraído estos renglones, como muestra de una época significativa en las artes de Korvazwchofona.

La hora del Pre-Juicio Final

«…Todo estaba dispuesto para dar comienzo al Pre-Juicio Final. Las partes, que no habían logrado avenirse en sucesivas y cansadoras audiencias de conciliación, eran: por parte de los reos, más de tres; del otro lado, muchos.

Los protagonistas estaban sentados delante de una mesa de mármol rosa, con las manos entrelazadas y suspirando cada cuarto de hora intermedio. Detrás de esa mesa, frente a ellos, estaban los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, algunos de los cuales estaban de pie por haber sido agregados a último momento.

El público colmaba los asientos dispuestos como en el Foro Romano, de piedra… Los asientos.

En los instantes previos sonaron algunas melodías confusas, con estribillos ofensivos a la dignidad de los inculpados, ofensa en la que no quedaban afuera padres, madres y abuelos de los mismos. Llegó el juez y con él una leve e imperceptible inclinación de cabeza. Dio comienzo el Pre-Juicio Final.

El primero en comparecer, siguiendo un orden estrictamente cronológico, fue Dios, quien estaba atacado por una insolente carraspera que distrajo la atención de los presentes, de los médicos en general y de la prensa en particular.
A su derecha, el segundo rebelde. Un maestro con carpetas vacías, libros símil manualitos, las manos llenas de polvo de tiza y un borrador entre sus dientes. Más allá, pero en la misma fila, se ubicó un dirigente gremial vestido con campera de cuero y una pierna enyesada, resultado de su cruce de veredas. Debajo de la campera lucía un hermoso overol Grafa (sin uso). Unos metros a su izquierda, los suficientes como para no prestarse a confusiones ideológicas absurdas, estaba sentada una señora, muy coqueta, entrada en años y con mohines de vedette tardía. Entre sus manos, delicadas y cuidadas, reposaba una guía telefónica edición 1990. Movía nerviosamente su lateral izquierdo, como si algo le molestara. Y el último acusado, un jubilado algo gordito pero así y todo hambriento, con una boina marrón y zapatillas de viyela al tono.

Como Juez se desempeñaba el Bebé Furioso. Cuando dio comienzo a la lectura de las causas todos se removieron en sus asientos. Dios estaba acusado por descuido, voluntario o in, de un paisito con aspiraciones de Paraíso, listo para servir al mejor postor. Según se desprendió de la carpeta de la cual se efectuó la lectura de causas antes dichas, en aquel paisito nadie quería trabajar porque decían: «Dios proveerá». También les costaba dormir después de las cinco de la mañana, por aquello de «Al que madruga Dios lo ayuda» (aunque los ateos contraatacaban con «No por mucho madrugar se amanece más temprano» y dormían hasta las tres de la tarde). Los dentistas se pudrieron en la miseria. Nadie arreglaba sus caries porque «Dios le da pan al que no tiene dientes». Por último, las patotas cumplían el mandato de Dios a la perfección: «A Dios rogando y con el palo dando».

Había tal caos proverbial, literal y metafóricamente hablando, que el populacho se identificaba sólo con la enseñanza refranera. El Papa, por su parte y tal su costumbre romana, no decía ni pío.

El segundo acusado, el maestro, había retrasado la educación o el aprendizaje que para los burros es lo mismo. Los chicos conocían muy bien la diferencia entre salarios caídos y paritarias; se devoraban los recreos como medidas de fuerza; pero a la hora del dos más dos, o el cruce de la Cordillera o el descubrimiento (¿?) de América… ¡Nada!

El dirigente gremial había movilizado a la mitad más uno del paisito cruzándose de vereda. Su movilización atentó contra los intereses del sector asalariado, pero él cada vez que hablaba lloraba y pedía. Le decían «Mantequita».

La señora, tardía vedette, hija de una familia con verdes raíces, estaba ahí por adulterio, corrupción, perversión de menores, arrepentimiento, acoso sexual, exhibición obscena, vampirismo impositivo y viveza londinense. En lugar de vender una empresa del Estado la regaló a unos amigos, obsecuentes amantes de sus piernas bien torneadas a pesar de los años de baqueteo en las que no pocos vieron una importante carga de siliconas importadas cuyo costo oscilaría cerca de los veinte millones de dólares, centavos más o centavos menos.

El jubilado, sin la más puta idea de lo que significaba la dignidad, había promovido e incitado a la sensibilidad pública; y en todo paisito, radiante y moderno, la sensibilidad molesta cuando no sea para tratar de ayudar a políticos mayores de ochenta años o a la iglesia del barrio. Peor aún, el jubilado organizó una huelga de hambre en un paisito en el que no se come todos los días, lo cual sonó a burla o a movimiento tendencioso con características ajenas al sentir profundo de las costumbres accidentales y cretinas, o sus similares «occidentales y cristianas».

En fin, dispuestas las cosas, peinadas las pelucas judiciales y acomodadas las leyes viscerales, luego de reubicar a las cámaras de televisión de una emisora privada, el Pre-Juicio Final dio comienzo. Sonó un timbre. RRRRRIIIIINNNNNGGGGG

Toda la sala hizo silencio. SSSSSHHHHHTTTTT

Las moscas y los trolebuses se detuvieron. El Juez habló con su voz finita y cargada de tonada provinciana.

-Imponemos, además del yespeto, un cuarrto interrrmedio porrrque el Estado no nos ha pagado lo sueldo. O sea que vamo a hacé un paro judicial hasta nuevo aviso. Hasta que sea nesario. ¡Qué caray!

Y todos se tuvieron que ir silbando bajito, muy bajito, por las calles poceadas de la ciudad gris. Relativamente gris…»