A treinta años

El grito de un país

26-06-2016 / Deportes
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Una multitud descomunal, reunida en el estruendo simultáneo de una palabra.


El grito de un país

Por | redaccion351@gmail.com

Voy a usar el usted, porque estas líneas van dirigidas a sus años que ya van promediando el camino. Le propongo un ejercicio: busque en su archivo personal de las últimas tres décadas –más atrás no conviene, ya verá–, acontecimientos que hayan generado una explosión, al mismo tiempo, en el alma de cientos de miles, me quedo corto, de millones de argentinos.

Le doy tiempo. No se haga problema que espero…

No, ése no parece alcanzar, hablo de millones…

No, ése tampoco. Tal vez sea necesario aclarar: la conmoción no se bifurca en el recuerdo. Esa fracción clave del pasado no enfrenta argentinos victoriosos de un lado y derrotados del otro. No. Ese momento que buscamos habrá de emparejarnos en la alegría.

La memoria de sus varios años le habrá acercado instantes de júbilo, segundos gloriosos cuya reconstrucción nos encuentra a todos erizados, despojados de nuestras tozudas disconformidades, sin el registro de nuestras predilecciones inamovibles ni de nuestros más o menos diplomáticos desapegos, abrazándonos de repente, sin miramientos, a los gritos. Mejor dicho, al grito ecuménico de, insólito, una palabra.

En los pliegues del ejercicio, surgirán rebotes y podrá recuperar ecos de cualquier palo: insultos catárticos; alabanzas a dioses con mayúscula; con minúscula; con mala prensa y mejor economía; besos y agradecimientos a los santos prisioneros entre el imán y la heladera; a los demonios amigos; loas al cielo, paciente residencia de quienes, esperemos, nos esperan. Podrán resurgir frases que hayan amagado una reconciliación, pedidos desesperados de disculpas, mociones de orden, lo que a usted se le ocurra. Pero todas esas flojedades, increíble, se habrán proyectado desde el grito casi bélico de una palabra.

El almanaque promete poco. Si busca un acontecimiento que el calendario prefigure, podrá advertir, luego de pasar las hojas de los meses, que no hay fecha cuyo nombramiento nos lleve de la mano hacia un fervor unívoco. Si el oficio del recuerdo consiste en propiciar la confrontación, las efemérides transitan los días a la espera de su turno para recolectar evocaciones disímiles. Por lo demás, la recurrencia programada de un suceso (ejemplos tontos: el otoño, la navidad, el día de la escarapela) diluye la posibilidad de reacciones altisonantes. Al desearnos “felicidades” cada fin de año, la emoción es más bien contenida. Nadie desea montado en un alarido. Después de “felicidades” viene un abrazo, digamos, cordial. El propósito trasciende apenas una palmadita en la espalda que hasta puede esconder muecas sobre hombros despreciables y augurios varios, todos hijos del maligno.

No es el caso de la palabra que interesa ubicar. La palabra que perseguimos desobedece pronósticos. Su advenimiento es simplemente probable, condición más que suficiente para perpetuar su atracción.

No hay sinónimos dignos. Contra su irremplazable eficacia se podrían esgrimir locuciones descriptivas: “culminación”, “apoteosis”, «cumbre». Todas menores. Varias publicaciones de la época utilizaron “apoteosis” para referir el gol de Maradona a los ingleses.

Vamos, estaba claro desde el título. El ejercicio fue pura baratija. La palabra es “gol”. El grito de un país, de éste país, es el grito de “gol”.

Será posible retroceder algunas décadas para recuperar la emoción genuina del grito, despojándolo de su macabra utilidad, un poco más atrás, para silenciar otros gritos, los del horror, los tapados por demonios que mancharon la pelota.

Mejor volver a la palabra. Su composición ayuda bastante a explicar ese fenómeno único del grito masivo. Pero momento: antes, claro, se necesita un juego cuya belleza atraiga multitudes insuperables: el fútbol. La sentencia es inapelable, al menos, en el territorio de la República Argentina y unos cuantos países, tantos como para que cualquier periodista de fútbol conecte cantidades y estéticas y concluya que el fútbol es el deporte más bello del mundo.

Si el fútbol es el juego que le gusta a la mayoría, el gol es aquello que los integrantes de la mayoría persiguen desde sus respectivos espacios: el mismo campo de juego, las tribunas, los hogares, los bares, las vidrieras de locales de venta de televisores, los automóviles, camiones, oficinas, talleres, hospitales.

El gol es lo más bello del juego más bello. Pero a diferencia de tantos otros deportes, donde también gana el que más porotos anota, en fútbol el gol no siempre sucede. La presunción constante y masiva de su inminencia no garantiza su concreción. Ya surgen ejemplos de tardes perdidas en la condenada abulia de un empate en cero. En instancias decisivas, si el gol no viene hay que ir a buscarlo, traerlo a patadas desde el punto del penal.

En partidos importantes, donde los espectadores se cuentan por millones, la ansiedad por el gol asegura un estruendo si la pelota besa la red. La intensidad de la descarga ha crecido minuto a minuto. Un gol en el comienzo del primer tiempo no se grita como otro en el descuento del segundo. Ni hablar si el tiro del final es el del triunfo. Si además implica un campeonato, el grito puede llegar a medir grados en la escala de Richter.

Ahora sí, lo de la composición. En virtud de la simultaneidad de gargantas y de tanta angustia por expulsar, se requiere un monosílabo erguido sobre una vocal fuerte. Algo que libere tanta tensión acumulada. En el grito sublime y desaforado, “gol”, además, expresa la situación puntual que acaba de suceder, por su nombre. La consumación del gol genera un estallido de voces que lo constatan. Pero ésa detonación convierte inmediatamente al gol en otra cosa. El hecho consumado cede su evidencia a una multitud de connotaciones sintetizadas y amplificadas al extremo.

Entre los deportes más populares del mundo, sólo el fútbol produce esta mudanza, bajo el mismo término, de un hecho hacia la explosión de sus connotaciones inmediatas. Un espectador de basquet (gran deporte, no menos bello) puede festejar con la misma pasión la resolución de una jugada a los gritos y abrazarse con sus ocasionales compañeros, pero no grita exactamente la palabra que define la situación digna del grito. En lugar de gritar “¡Doble!” o “¡Triple!” grita, casi siempre, “¡Gol!”

Algunas variantes: “¡Bien!” o “¡Vamos!” son gritos polideportivos. La imprecisión de “¡Bien!” o “¡Vamos!” abarca un punto de un tenista, un rebote a favor de la selección de voley, un hoyo en uno, un gancho del campeón de boxeo, lo que fuere. Hasta el fútbol admite el “¡Bien!”-“¡Vamos!” como grito multitudinario. Pero en fútbol, gritar más veces “¡Bien!” o “¡Vamos!” que “¡Gol!” es confiar menos en el poderío ofensivo del equipo que en los reflejos del arquero. Se va a la cancha a gritar “¡Gol!” tantas veces como sean necesarias para lograr el triunfo.

El gol nos abarca, irremediablemente. Siempre habrá quienes no lo griten como siempre habrá quienes no gusten del dulce de leche. Por caso, una confesión inolvidable: hace unos días, un amigo admitió que no le gusta el agua. Sí la soda. La soda es rica -dijo. El agua no, «es como que le falta gas.» En fin…

Pero a usted le digo. Si un grito de gol le parece poca cosa, le propongo un ejercicio final bien simple. Ahora sí va en serio: retroceda 30 años y sitúe su vida en un domingo de junio de 1986, precisamente, el domingo de la gran final de México ’86. Nacidos con posterioridad: jugá un poquito a imaginarte lo que otros -esos que estoy tratando de usted, podrán recordar.

Estamos en Córdoba. Una esquina posible: Belgrano y 27 de abril. Una vez allí, radio en mano pegada a la oreja que más le quede cómoda, espere el empate alemán. Qué bronca, qué amargura ese empate alemán. Dos cabezazos en el área son letales. No podemos ir al alargue, menos a los penales. No ahora. Ya vendrán otros cruces, ya nos ganarán por un penal inatajable para quien nos llevó a la final atajando penales, o por otro arquero enorme en la definición, o por goleada en África o por uno que vino del banco y la metió en el segundo tiempo del alargue. Ya nos tendrán de hijos. Pero no en México ’86, con barrilete cósmico en la cancha.

Estadio Azteca. Empató Alemania. Völler y la caricia de tu madre. Camine pues hacia la Torre Ángela. El guardia, al igual que sus millones de compatriotas, estará mirando el partido, ya sin uñas, transpirando en pleno invierno. Entre tranquilo, como si viviera en la Torre, tome el ascensor y suba a la azotea. Podrá hacerlo, aún no la habrán abarrotado de antenas y radares.

En pocos minutos, Burruchaga recibirá el pase justo de Diego para escaparse de la marca y correr hacia el gol del campeonato. El gol con el que sueñan todos los futbolistas del planeta: el del triunfo, el del campeonato del mundo mundial.

Es inminente la explosión y usted se encuentra en el punto más alto de la ciudad, en pleno centro. ¡Ahora tire la radio! Ojo, no la revolee, a ver si cae al vacío y le pega al perro que acaba de orinar la parada del 31.

Faltan diez segundos para que Diego habilite a Burruchaga y éste ingrese desesperadamente al área. No lo alcanzará el “tanque” Briegel.

Cinco segundos. Ante la salida de Schumacher, el siete la va a puntear al segundo palo.

Tres segundos. Tiembla la azotea.

Dos segundos. ¡Agárrese de algo!

Escuche escuche…