El jardín de las delicias

Lucas Heredia presentó su primer disco en el Teatro Real

11-09-2016 / Crónicas, Crónicas a Destiempo
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El jueves 26 de agosto de 2010, Lucas Heredia colmó la sala mayor del Teatro Real en el estreno de «Adentro hay un jardín», su álbum debut. Revivimos ese momento.


Lucas Heredia presentó su primer disco en el Teatro Real

Por | redaccion351@gmail.com

Foto: Leo Luna.

Debe haber habido padres que se ponían unos discos más o menos, los sábados a la tarde, los domingos a la mañana, mientras se tomaban unos amargos decentes o apenas endulzados con azúcar, mientras arreglaban alguna cosa que un día se rompe, se queda rota esperando un domingo, dos domingos, hasta que el domingo que ya se había resignado a quedarse así, rota, viene alguien que eligió ese domingo para arreglarla, con un disco más o menos, sonando en la casa, fuerte, o despacio.

Debe haber habido un auto donde poder sentarse de niño en el asiento de atrás, del lado del que maneja, o del acompañante. Un vidrio donde apoyar la cabeza para mirar los árboles que pasan, las nubes que cambian de formas, o para empañar el vidrio con el aliento y hacer dibujitos con un dedo. Viajes a casa de un pariente, algún casamiento. Cassettes sonando de ida y de vuelta, o la radio, programas de folklore en AM.

Debe haber habido un profesor de guitarra con la medida justa de talento para enseñar y sensibilidad para entender que lo que tenía como alumno era cosa seria. O una profesora con las medidas justas para encantar al alumno, una sonrisa a conquistar en cada clase a fuerza de practicar todo el día en casa.

Debe haber habido una barra de amigos que influyeron para el lado que tenían que influir cuando después de tantos años de amistad, dijeron lo que dijeron más o menos en el momento justo.

Debe haber habido un amor que le sacó el pedacito de cartón a la pata más corta de la estantería para sacudir todos los frasquitos de clavos, tornillos, tuercas y arandelas de la cabeza. Una musa especial de ojos como aceitunas negras y labios como morrones.

Debe haber sido todo eso. O por ahí cerca. O nada de eso. Los condicionamientos de vida determinan el talento extraordinario de un artista como la procedencia del mijo decide el do de pecho de un canario.

¿De dónde, entonces? Respuesta cruel para tantos entrevistadores de artistas: no importa. Ante la pregunta, el artista cuenta de dónde viene. El periodista concluye: “claro, tenía que ser así”. El artista podría aclarar: mi hermano vivió lo mismo y hoy es un odontólogo brillante.

Siempre podrán amontonarse discos en casa. Los mayores podrán estimular o empujar al desafío de contrariar mandatos, entre libertades y facilidades innatas. No siempre hay voluntades constantes. Y llegado el caso: no siempre las voluntades constantes sintetizan condiciones relativas al punto de lograr enmudecer de emoción a un auditorio. Se tiene lo que hay que tener. Se trabaja muchísimo para desarrollar lo que se tiene. Se expone el resultado a la consideración de un público ante la imposibilidad de evitarlo. Hasta ese momento, no hay garantías. Es posible pensar que el verdadero artista no las necesita. El artista verdadero no piensa tal vez en la condición de veracidad de su arte. Tal vez no llegue a hablar de arte. Sólo les mira el rostro emocionado a sus primeros oyentes, con quienes se atrevió a compartir sus primeros acordes y tarareos. Las rondas se agrandarán, los argumentos de los compañeros de vida serán cada vez más convincentes. “Loco dedicate a esto. Largá ingeniería y dale con esto.” Aparecerán consejos a distancia, desde reputaciones atendibles. “Aquel me lo dice porque me vio crecer y me quiere. Pero que me lo diga este…”

Y así los años entre bondis de ida y vuelta a dar y recibir clases, alzando la mirada por encima de las casas bajas en busca de melodías. Puntas de canciones y compañeros que caminan los techos para colgar tramperas de arreglos a las viejas antenas de televisión por aire. Y así las tocadas cada vez más serias, las bandas que se arman y desarman, los nuevos proyectos, las nuevas canciones, los recitales compartidos con músicos admirados que aplauden entre bambalinas… Y así las ganas de sembrar donde dé el sol, de regar, ver germinar, brotar, florecer, madurar, juntar los frutos, ponerlos en una canasta como pancitos rellenos del paseo de las artes y salir por los barrios, por el centro. La canasta podrá llamarse “Adentro hay un jardín”. El artista, Lucas Heredia.

Tuvieron que pasar algunas horas luego del recital del jueves 26 de agosto en el Teatro Real. Tuvo que sonar, por fin, el primer disco de otro cantautor de los más queridos entre los nuestros. Sentir el aire de las músicas a media mañana, a la tarde, desde la siesta hacia las últimas horas de sol. Volver a escuchar pasada la medianoche y repetir la ceremonia de los días, en la casa, en el auto, en el mp3, en el celular. Llegar a sentir cómo la poesía atraviesa tareas de entrecasa, cómo acompaña los descansos, las caminatas por las calles del barrio, los viajes cotidianos mientras pasan edificios y casas por las ventanillas del central rojo, repleto de ida y semivacío de vuelta. Poder aprenderse las estrofas y recordar los gestos cuando sonaron en vivo, para devolver expresiones a los atardeceres propios de cada patio en invierno, porque “Adentro hay un jardín” llega en pleno invierno y hay discos que parecen llevarse mejor con ciertas estaciones. Ejemplos claros: el último disco de Sting, “If on a winter’s night” (tal vez, todas las grandes canciones de Sting); “For Emma, for ever” de Bon Iver (imperdible); “Adentro hay un jardín”, aunque todos los pronósticos indiquen la altísima probabilidad de llevarse igual de bien con la primavera, el verano y más aún con el otoño.

Se podrá pensar que es una exageración por tenerlo tan cerca, como los vecinos de Villa Fiorito habrán pensado que la gloria era una exageración para un changuito que la movía en el potrero. Se podrá desconfiar de tanto elogio. Es fácil de entender: podemos darnos el lujo de escribir sobre lo que nos conmueve. Recomendar con vehemencia lo que nos gusta y no escribir, antes que hacerlo desde una crítica poco certera, sobre aquellos artistas en cuyas expresiones no encontramos virtudes que movilicen.

Veamos cómo decirlo: Lucas Heredia tiene la diferencia de los artistas que además de con su música y poesía, emocionan con la paz que irradian desde la primera línea de una canción. Los que presenciaron el recital del jueves podrán suscribir desde el recuerdo de dos interpretaciones a capella como puntos culminantes.

No será difícil identificar voces de artistas que transmiten paz sólo con su voz. Al voleo, mirando los discos amontonados en los estantes sobre la pantalla de estas líneas: Spinetta, Veloso, de nuevo Sting, Justin Vernon, Serrat, Aute, Drexler, Aristimuño, Richard Hawling, Tracy Chapman; las zambas lentas de Mercedes Sosa, Silvio Rodríguez en canciones como “¿A dónde van?” o tantas otras, muchas de Lennon, las de Sinead O’ Connor, especialmente las de Universal Mother; especialmente “A Perfect Indian” o “Scor not his Simplicity”; Carla Bruni, bueno, la lista podría seguir. De costadito, la voz del Chango Spasiuk en alguna entrevista o en “Pequeños universos”.

Pero cierto, esto tenía que ser una crónica del recital del jueves. Es que resulta inevitable la tentación de pensar que una nota despareja podría convencer a quien no conozca a Lucas Heredia de que tiene que conocerlo, de que le va a hacer un bien a su alma escuchar su primer disco.

Para quien no fue, tal vez usted, o vos, te cuento. El Teatro Real estaba a punto caramelo cuando entraron los músicos. Mirando desde la platea, a la izquierda se ubicó el de los teclados, Gastón Testa, gran músico, feliz de estar ahí, el disco también es suyo. Al fondo, en el centro, detrás de la batería, chocho de la vida, Exequiel García, responsable para alegría de muchos de la frase “déjate de joder con la ingeniería electrónica y dale con la música” porque en las canciones de su amigo esperaban las ventanas y el baúl de su espejo interior. “Ah, basta de pensar”, habrá dicho Heredia. Perdón, sigamos. A la derecha, al fondo, en la línea del baterista, Pablo “Chicho” Granja (ingeniero de grabación del disco, es decir, un privilegiado) de guitarrista invitado. A la derecha, al frente, el bajista Santiago Beltramo (estatura de pivot, cara de niño que acaba de tocar el timbre y salir corriendo). Al frente, al medio, el morocho de General Bustos.

Inicia la noche con la canción que da nombre al disco. Se suceden “Empujando hacia el sol”, “La verdad al final”, “Diques de aire”, “Barrilete” (gran sesión de voces), “Mudanza”, “Ojos con Barniz”, “Te besé en la noche” (del uruguayo Fernando Cabrera, a capella; la mosca más vieja del teatro, la más culta, la mosca que mosquetea a todas las moscas, the master of the moscas, la que molesta cuando el espectáculo es malo, se posó plácida en el tercer palco a escuchar de piernas cruzadas), una canción sin título dedicada a la compañera de ruta, encargada de todas las ilustraciones del disco y de la noche, “Un sueño inmenso”, “Mirando a Miranda” (tema de introducción símil caleidoscopio), “Su voz” (uno de los primeros temas en colaboración con Santiago Beltramo), “María Lando” (con la participación especial de Débora Weht), “Equilibrio”, “Esto que queda”, “El recorrido” y “Onironauta”. Impecable precisión en las ejecuciones, impecables arreglos de voces impecables.

En el final, después de una participación del público haciendo coros entre sonrisas, con las luces del Real encendidas, vuelve Lucas y canta, recordando de algún modo a las inmensas voces de las De Boca en Boca, el “Canto de ordeño” a capella. No se puede dimensionar el nivel de esa interpretación. No está en el disco. Quedará en el recuerdo como un momento de profunda felicidad de los presentes y el hábito de Lucas, ojalá, de cantar de esa forma en todas las presentaciones que haga de aquí en más, para introspección de todos los auditorios que ojalá crezcan, en cualquier rincón de nuestra tierra o de cualquier otra.

“Adentro hay un jardín” viene naciendo. Sabrán las estaciones regalar nuevos matices. Sabremos acompañar sus días.