• Gustavo Visentín

Gustavo Visentín

2017

Levanto el tubo y del otro lado escucho «¡Cumpadrite mascalzone! ¡non voglio permitire que invitáseno a la mía figlia al chinema peque ío sé qui la queríseno pirovare pera mansillare il honore di questa famiglia!» Por supuesto, pegué un salto de alegría porque sabía que sólo podía ser el Lucho, un amigazo que hace 15 años está viviendo en Portugal. Únicamente con él puedo hablar esa especie casi dialectal que es el “Cocoliche» (en realidad y según Gobello, una fase intermedia en la que se mezcla la lengua madre del inmigrante con la lengua del país que lo recibe y que luego, con la suma de otros aportes, derivaría en el vocabulario lunfardo) que abundó en la argentina de los aluviones inmigratorios italianos a principios del siglo pasado.

Antes de despedirse me confesó que el motivo principal de su llamada era que no quería perder la memoria de esa jerga que sólo puede practicar conmigo, ni sus hijos ni su esposa ni sus hermanos, sólo conmigo, y que extrañaba los momentos que pasábamos permutando a ese lenguaje un escrito que él tenía que presentar en tribunales o a la letra de un tango o una poesía famosa (“Volveráseno le oscure golondrine al vostro balcone il súo nidi a colgare”, y así). Tampoco yo lo pude volver a hablar, el viejo Tonio era el otro cómplice de ese argot pero se nos murió hace varios años.

Me puse a pensar en lo mucho que lo extraño al Lucho, o mejor, en lo mucho que extraño ese pequeño y singular puente que levantó nuestra amistad. La vida me siguió dando amigos para reemplazar las otras cosas que se fueron a Portugal con él, pero las parodias en cocoliche que llenaban de carcajadas nuestros encuentros quedaron clausuradas en nosotros, ninguno de los dos puede hablar más así sino cuando ocasionalmente nos llamamos. Y no es porque nos separen miles de kilómetros, si viviésemos a una cuadra la carencia se sentiría igual. Lo cual me llevó a conjeturar -sin carácter de certeza o novedad- que los afectos suelen construise sobre cosas a veces chiquitas, verdaderas pequeñeces, pero pequeñeces únicas que no están en ninguna otra parte. Cosas ínfimas como el modo de declinar una frase, recordar el verso de un viejo tango, una tonada al hablar, una coincidencia para entender una canción o una película, o a veces una anécdota familiar rescatada de una antigua conversación de sobremesa en la casa de un abuelo. Quizás no extrañe mucho más que eso de las personas que ya no están, y quizás la melancolía de lo perdido no sea más que la conciencia de esas cosas intransferibles, que acaso regresan un día cualquiera a través de un recuerdo que ni sabíamos guardado en la memoria, como el aroma de aquella madalena que mojó Proust en el té.

La cotidianidad tiende a diluir la importancia de esas cosas que por repetidas dejamos de considerar, sea la sonrisa de la persona que queremos o el rincón de la casa donde nos sentamos a tomar un mate o leer un libro. Hasta que un día esas cosas dejan de estar y recién ahí, se comprende su valor y fugacidad… y quizás también recién ahí, las verdaderas categorías de esta condición mudable que es vivir.

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