• Ceci Méndez Elizalde
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Ceci Méndez Elizalde

2017

Me gusta escribir a fin de año porque creo que es una época “potenciada”, en la que todo se exagera. De por sí, empieza a hacer calor y vuelve la adorada novedad anual de salir a tomar una birra con maní por cada atardecer, o de quedarse despierto hasta más tarde, o de juntarse más en terrazas, balcones y plazas.

También se agrandan un poco las angustias, los nervios y las ansiedades, individuales y colectivas, como por contagio o por falta de vacaciones generalizada. Todo esto, más allá de las situaciones de injusticia que se viven, y por las que siempre es necesario luchar o al menos estar atentos. De eso prefiero no hablar ahora, por bajeza, superficialidad o miedo a que me abrume la tristeza y no pueda seguir escribiendo. Pido perdón y permiso entonces, para seguir con la consigna: unas líneas para el querido Anuario de Redacción 351.

Puntualmente, lo que me pasa a mí cuando llega fin de año es que me empiezo a contradecir entre el “odiar hacer balances” y el “morbo de disfrutarlos secretamente”. Leo las cosas que escribió la Cecilia del pasado, del año pasado, del anterior. Veo ahí la ilusión que tenía por ir al famoso festival de Viña del Mar, por ejemplo. Pienso en esa experiencia que fue: loca, linda, movilizante, difícil, reveladora, entre otras muchas cosas que podría decir todas-juntas-casi-sin-respirar. Pienso en los shows en los que pude cantar, igual de felices acá, que en Valencia o en Tenerife; en el fenómeno misterioso de los llamados Mercados de Música; en haber mudado mi estudio a Plaza Armenia y haberlo decorado con amor, plantas y colores; y pienso en haberme tratado de acomodar a un montón de cambios de la vida, acompañando a los que más quiero en sus propios cambios, como pude…

Y después de tanto pensar para atrás, vuelvo a llevar mi cabeza a lo que me está obsesionando hoy, que es la grabación de mi próximo disco. Y descubro (o confirmo) que me hace muy bien tener mi mente todo el día enroscada en la obsesión de corregir mis letras, de ahogarme en mil palabras y melodías, de soñar con un instrumento para este tema o especular con cómo voy a grabar mi voz en este otro.

Concluyo que fin de año me encuentra otra vez con ilusiones y sueños, otra vez agradecida porque me sigue representando el cliché de amar lo que hago o de hacer lo que amo. Eso me pone contenta, más allá de las cosas tristes, de las que traté de evitar hablar y en las que también estoy pensando. Y sintiendo.

¡Feliz año para todos, gracias por invitarme otra vez a divagar y por llegar a leer esta marea de palabras hasta el final!

 

2016

Pasa otro año más y, por suerte, desde Córdoba me vuelven a invitar a escribir unas líneas, a pensar unas líneas, o a sentir unas líneas.

Y vuelvo a caer en la tentación de ordenar mis recuerdos frescos del año, en los arbitrarios cuadraditos del calendario. Enseguida me entusiasma pintarlos de colores, resaltar, tachar, poner corazones y flechas.

Revisando los hechos de mi carrera musical, siento que pasaron varias cosas importantes para mí. Muchas que soñé abiertamente y otras que esperaba en secreto, sin animarme a contárselas a casi nadie. Entre estas segundas está la oportunidad de ir a cantar una canción fugaz al Festival de Viña del Mar y “representar a la Argentina” según decía la carta que me llegó de Chile en octubre. Lo escribo y me duele la panza de la alegría, de los nervios y de la ansiedad. Encima, todos  los días, la página oficial del festival me avisa que falta menos y no estoy segura si las horas vuelan o van a paso de chupetín-chicle. Más bien creo que vuelan, como las mariposas de mi panza revolucionada.

Y cuando pienso en mi año personal, fue tan intenso que contarlo me quedaría eternamente corto. Muchos cambios, de vida, de barrio, de palabras y de silencios.

Lo importante es que las ganas de cantar, aprender y hacer música, no cambian, y la insistencia para sostener y compartir el proyecto musical, tampoco.

Sobre todo se mantienen igual: el agradecimiento a la gente que me banca y acompaña, y el agradecimiento a la vida, que de vez en cuando se despliega como el atlas de Serrat.

Así entonces me dispongo a entregarme a vivir, disfrutar, sufrir y ponerle el pecho a lo que traigan las cajitas arbitrarias del 2017, todavía sin marcar ni colorear, o casi.

¡Feliz 2017 para todos, brindo por las ganas de que nos pasen cosas buenas!

 

2015

Confieso que me dejo atrapar por relojes y calendarios. Fácilmente entro en la demencia de mirar la hora a cada rato, como el conejo de Alicia en el País de las Maravillas. Más aún en las épocas de fin de año, en las que empiezo a presentir que un abismo no me va a dejar planificar, crear o cantar nada más a partir del 1 de enero. Hay algo medio enfermo, medio atractivo, medio macabro, que me mantiene apretujada entre los bordes de la agenda del celular, en el lapso que va entre noviembre y diciembre de cada año. Acaso porque no confío en la lucidez de mi memoria sobresaturada. Memoria injusta, dicho sea de paso, que elige saberse cada jingle de los ‘80 o todas las letras del grupo Comanche, pero no responde a los horarios pactados con más de tres días de anticipación.

Y ya que pintaron las revelaciones de fin de ciclo, tengo otra para hacer. Reconozco que íntimamente disfruto del cliché de elaborar el balance del año. Ay sí, mi parte preferida es la de ponerme metas para el año siguiente y abrirle la puerta a nuevos sueños. Es por eso que celebro que me hayan invitado a escribir en este anuario, porque puedo aprovechar la excusa para recapitular esperanzas y quimeras. Pero sobre todo, porque puedo usar la excusa para agradecer a la vida, sin que nadie me pueda acusar de melosa o pesada.

Este fue un año de presentar -durante el año entero, como debe ser- mi disco “Canciones Fugaces”. Entre otras cosas, me di el gusto de: tocar con un grupo de músicos divinos y muy admirados, que por razones misteriosas se comprometieron artísticamente con mis canciones; hacer fechas compartidas con otros músicos a los que disfruto; tener invitados y público queridísimo en los shows; recorrer algunos generosos medios que me ayudaron a correr la voz; componer unas pocas canciones nuevas, con el dichoso aditivo de enterarme que habría gente interesada en interpretar alguna; dar clases de canto a gente linda y sensible; tratar, sin demasiado éxito, de encajar en mercados y charlas musicales… Y como soy tan mantequita, encima exacerbada por lo movilizador del mes de diciembre, de sólo hacer la enumeración me conmuevo otra vez y me pinta la reflexión de autoayuda-barata, que acá va.

Creo que el vértigo de dedicarse a lo que uno ama (y a veces odia en proporciones parecidas) da gratificaciones mucho más poderosas que cualquier otra actividad. En mi caso, ocuparme todo el año de remar la música, me dio muchas alegrías y exquisitas personas con las que compartirlas. Y me dio detalles, que tal vez para otros pueden ser insignificantes, y que para mí son un aluvión de fuerza para seguir adelante.

Por eso despido el año con emoción -como ya es costumbre en mí, lo sigo aclarando casi con orgullo- y con enorme gratitud. Y recibo el que viene con ganas de seguir sembrando con locura lo que la música siempre me termina devolviendo en dosis, probablemente desmerecidas e inexplicables, de pura felicidad.

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