Juan Vélez

Juan Vélez

2015

Una cuestión de perspectiva.

De los primeros encuentros con mi maestro tengo sensaciones contradictorias. Esa pasividad con la que me encontré generó inmediatamente un espacio, lo que traducido para mí era una especie de zona de acción, la que se percibía como pura, un horizonte de salinas, infinito. Semejante estímulo estaba disponible para ambos, sin embargo parecía que sólo yo veía la oportunidad. Tímidamente comencé a desplegar mis recursos, mis habilidades, aquellas que había adquirido de otros maestros, las que traía desde siempre conmigo. Rápidamente todo lo que podía dar ya se encontraba entre nosotros. En algún punto sentía que el maestro era yo, lo cual hacía que cierta vanidad me recorriera el cuerpo. Por otro lado esperaba algo más y atado a esa convención de que el maestro enseña y de que el alumno aprende, por momentos no me sentía completo.

Una tarde, en medio de una sesión de juegos de contorsiones sobre el piso, él se incorporó, me miró y girando sobre sí se ubicó sobre mi pecho, me quitó la nariz roja que tenía puesta y comenzó a reírse a carcajadas, se reía tanto que pronto comenzó a llorar de felicidad. Al final me puso nuevamente la nariz y siguió con su rutina como si nada hubiera pasado. Esa tarde entendí que mi maestro comenzó a enseñarme desde el día uno y que lo que yo creía pasividad, era en realidad humildad y verdadera sabiduría. A partir de allí comencé a valorar cada movimiento suyo, cada sutileza, cada silencio, cada enojo.

Su arte es bello, espontáneo, cautivador. Su esencia es el juego y su objetivo la exploración de todo lo conocido y lo desconocido. Su persistencia, su fuerza de voluntad, su desparpajo hacen de su teatro diario algo único. No hay riesgos y por lo cual para él no hay límites.

Mi maestro no busca enseñarme, pero es inevitable aprender de él. No busca reconocimientos, pero se estremece cuando lo aplaudo. No teme al fracaso, pero llora desconsolado cuando no logra algo. Para él no existe el mañana y la felicidad está en cada instante. Mi maestro tiene apenas un año y ocho meses de edad, se llama Felipe y es en todos los sentidos el ser más sabio con el que me he cruzado en este universo.

En los sueños de Felipe hay un mundo de adultos que juegan como niños. Hagamos todo lo posible para convertir esos sueños en realidad.