José Luis Arce

José Luis Arce

2021

Incubando explosiones.

“Un autor es un laboratorio para piezas más complejas, para ideas poco practicadas. Su interior sirve como un espacio experimental en el que se testan y malean materias temáticas especialmente virulentas, entre ellas, sustancias de alto contenido tóxico. Existe una relación directa entre la grandeza de un autor y la peligrosidad de las materias temáticas que procesa y domina. De lo inofensivo sólo brota lo inofensivo, de lo peligroso brota el pensamiento, y cuando el pensamiento encuentra el punto exacto de la forma, surge el momento artístico”. (‘Experimentar con uno mismo’, Sloterdijk).

Un creador, según esta lectura, es susceptible de escabullirse, a horas impensadas, a sus reductos experimentales, donde no sería extraño que le dé por combinar sustancias peligrosas con catalizadores que de pronto resulten equivocados y produzcan explosiones y pedidos de la vecindad para que al inadaptado se lo traslade a mejor estancia.

¿Será que todo pudo haberse originado en una especie de recelo respecto a que cierta marcha crucero en las artes, pudiera generar una desaconsejable previsibilidad, pasible de desembocar en una retórica del aburrimiento, incluso depurada técnicamente, cuyo telos principal sería el de dar legitimidad a artistas que tratan de no hacerse cargo del crimen (que lo es), como empeñosos aburridores con título incluido, simulando para ello a que están más allá de tal menudencia?

Que el teatro sea un arte tan arcaico, le permite pasar sin culpa muchas peticiones de principio. Agentes de las tradiciones, de los cánones que se nutren bajo la advocación religiosa de condenar la audacia y de mantenerse anclados a esos jueguitos tontos del ‘me gustó no me gustó’, que estacionan toda percepción en el plano de unas convenciones signos de otras cosas. Si un actor -por decir- trabaja sin instalar la sensación en escena, uno ya no dice no me gustó. Es que, si es por esto, para instalar la Sensación, se requiere tiempo porque es con ella que se produce eso del estar que hace del actuar un arte esculpido no sólo en el tiempo, sino con tiempo.

Pero hay que contar con el miedo de los cinceladores y esto no es malo, en tanto se trabaje con y sobre uno mismo, según prescribe Sloterdijk. Estar en escena tiene una profunda implicancia deconstructiva de todo sistema de representación, de toda la trans-teatralización que domina los teatros y que los actores repiten como si fueran los agentes fatales de una industria del convencimiento que es pura obviedad. Sin ir más lejos, hace unas semanas vi un trabajo de un conocido actor de esos que son naturales a base de actuar el catálogo de lo que se entiende como ser natural. Tal vez para no serlo en el fondo, pero parecerlo. O sea, actuar la idea de la naturalidad. El efecto gozaba de la aprobación de la audiencia en tanto daba lo que ella esperaba, y cerraba en una común aceptación. Además, ser una figura que no ha de irse de sí misma ni por un accidente de inspiración, produce un plus en el sistema de recepción que puede leerse a veces como liso y llano embaucamiento.

En nuestra ciudad es dable ver a este teatro de figuras, programado en salas oficiales donde se producen increíbles alquimias de factores, capaces de llevar al público a reaccionar con ovaciones y aplausos de pie casi equivalentes a: “gracias por dejarme verte”, como gesto final de unción impreso sobre ese background de famoseo.

Uno tiene al teatro como un responsable más de esta tontería cultural que se vende como mutua connivencia en el calor de la mercancía y la circulación, pero con consecuencias tan involutivas en ese proceso de combustión de la Vida que se hace a base de tiempo y trabajo, y que sólo es evidente por sus precipitados. Justamente, por esos desgastes energéticos es que son evidentes los procesos. Ser un factor de esa complacencia en las retóricas y ortodoxias que se presuponen, donde creer que con hacer traquetear un poquito las convenciones, ya se producirá la certificación de que el Arte está detrás de las cortinas, cuando es más que probable que detrás de las mismas no haya sino nada. Con lo que ese traqueteo no resulta más que el Miedo que lo consuma. La cobardía de ocultar el proceso que lo es en la medida de las transmutaciones que produce. Pero no has de corroborar que el teatro es como esa enfermedad parapsicológica de la ‘flama espontánea’, donde un cuerpo se prende fuego por su cuenta y se alimenta de las propias grasas combustibles. Ni que el actor no es un arma por ser disparado, sino porque es un proyectil. Es que el goce de los proyectiles no es suponer que se hará un viaje, sino el de ver cómo se viaja. Y donde la detención de un tiempo puede medirse a partir de ‘dar en el blanco’.

El actor-proyectil lo es de otra dimensión, esa a la que los artesanos del oficio no nos dejan llegar. Los celebrantes de las letras aprendidas y las coreografías repetidas. El actor-bala también puede ver al tiempo cuando ve a otro actor-bala a su misma vertiginosidad, lo que hace al Tiempo detenerse y al Contexto disgregarse tal si fuese una arena de Ballard. El magno momento semeja a los aviones que al romper la barrera del sonido, producen explosiones. Los vecinos salen espantados. Piden cárceles, orden, respeto. Rondas, asambleas, marchas de la gente en pos que les devuelvan su derecho a una cómoda cultura, sin pavura a explosiones extrañas ni expuesta a esos peligros que consagran los miedos a lo irrefrenable.

 

2020

Del Grimorio de Don Giusseooe Luigi Arsse

(esbozo paranoicum tremens)

Entramos en un shock de fuerza mayor y no supimos más de qué color son los cerezos. Hasta nuestras actividades más furtivas descubrieron cuánto las nutre la medianía perceptiva de la habitualidad. El principio de realidad quedó herido, nuestros vuelos migratorios, alterados y el desovamiento multiplicador, paralizado.

Tardamos en asimilar el impacto y por modulación de sensibilidades, aceptar que había una amenaza que bien podría pasar por «versión», pues muchos (demasiados) decidieron optar por no creer en ella. Y otra vez a vivir en la doblez que alimenta la ambigüedad, la hipocresía o la literal esquizofrenia.

Y bastó esa indeterminación para que todo tipo de insensateces tomaran las avenidas principales de nuestra racionalidad. La invisibilidad de la asechanza contrasta con la imbecilidad negacionista de quienes se paran en la colina complaciente del «todo está bien» a perogrullar que no existe, no lo veo. Así entender que la imbecilidad no precisa escaparse de ningún laboratorio, simplemente dejarse reproducir en la indolencia y mutar a placer y en cadena. El único conjuro originante para ocupar un lugar es no dejarle ni el más mínimo resquicio al Otro.

A veces hasta pasa por ser un simple regodeo de poder, o el regodeo es por creer que se tiene un poder que en realidad, es de otros. Pero bueno, hasta los tarados se presumen con swing. Ya se sabe que si la estupidez no se asemejase perfectamente al progreso, al talento, a la esperanza, o al mejoramiento, nadie querría ser estúpido según pensaba don Robert Musil. ¿Acaso no es obvio desde tiempos ha que algunos seres demoníacos usaban sangre de murciélago para escribir sus conjuros? Para lograr ¿qué cosa nada menos? La invisibilidad. ¿Desde cuándo lo sabemos? Si ya lo dice el temible Picatrix. No en vano, la desgracia se expande en tal condición intangible e imperceptible.

El mismísimo Céline se quejaba de para qué ocuparse de algo que no sea lo que vemos. Entonces, ¿cómo es lo invisible tal como lo vemos? -salió a preguntar Clément Rosset-. ¿Saben lo que siento? Que parece que no estuviéramos aquí. Justamente eso. No hay peor forma de borrarse. Qué forma de verse con lo oculto. Como una música callada. Claro, nos han declarado la guerra en nuestra propia tendencia al escamoteo y no la llevamos a favor.
No me escapa la indeterminabilidad potenciada que el virus le produce a las indeterminabilidades ínsitas del teatro.

Nos gana la angustia y también la desazón por sentirnos que nos han cruzado el paso. Y ahora hay que cruzar las Horcas Caudinas, en poses innobles, en esas que no nos expresan acabadamente. Como internalizando en la precariedad esencial a nuestro arte, un no menos humillante «no existís», no sos necesario. Pese a todo lo invertido en años y especies. Y razonamos tendencialmente, en esa des-empatía habitual que prescinde de la mirada del virus, como si estos no tuvieran su derecho a existir.

La desventaja es que su fuerza operante tiene un efecto diluyente. Y la ausencia sin promesa de vuelta empieza a resolverse, compensarse, en el plano de la fe. La resurrección del Cristo empezó con un ‘noli me tangere’ (Jean Luc Nancy) y terminó con una despedida a Magdalena, confirmatoria de los límites infinitos. El propio desencarnado comisionó a la testigo para que contara a los demás lo que había visto.

Esta sería otra fase de una teologización escénica, que sigue solventando la ekphrasis representativa que alimenta la debilidad de creer como bastión central que lo identifique arte. ¿Ansiamos volver hacia atrás? ¿Aún a costa de devenir piedra o estatuas de sal? El teatro como espacio cárneo de la identidad humana está parado ante un pasillo de prótesis virtuales, listas a sobarle el lomo como ersatz o aporías post-humanas (streaming, videítos, llamaditos telefónicos, chips de mimetismos encantadores, stop motion de masillas armadas con encéfales humanes).

No se sale indemne sobre todo cuando, no es que sos testigo de la catástrofe, sos el escenario de ella. El vértigo es por descubrir el poco espacio, casi ninguno, entre sentirte todo y sentirte nada. Todas las artes han teatrado con teatro como si este fuera un arte fijo. Como si este fuera lo que «yo»’ pensé que era y no lo que no era. Esta «vía negativa» nos obliga (obligará) a jugar en el campo de los secretos, y a desafiarnos como develadores y no como simples emisarios de lo dado y lo sabido. No sabemos nada, nos des-artistizaremos (Allan Kaprow). Y veremos si nos atrevemos a la videncia de los nuevos ejes. ¿Lo pequeño, lo frágil? ¿El rayo, el instante? ¿Un lampo, un halo, un simple efluvio? Ya no un arte presto y pasivo a los saqueos, ni la victimización o la jeremiada masoquista. Esos son los cuerpos consensuados con el enemigo. Más bien un estallido de los campos sensibles. En medio del clamor por la normalidad, o la nueva normalidad, los anormales pugnando por una nueva coexistencia.

Cuerpos-cuerpas-cuerpes. Una experiencia de los límites. Una nueva soberanía y no esperar ansiosos por lo mismo. Es para pensar. Si no se concientiza que va la muerte incorporada, no validaremos la materia prima fracaso como ingrediente natural de nuestras periferias y otredades. Si no estamos dispuestos a seguir fracasando a lo grande, dando nuestras vidas en ello, no esperemos que las cosas nos bendigan de la nada.

El control cultural de lo que creemos que somos, que nos saque de la neutralidad de la esfera pública y nos ponga en coexistencia efectiva con las fuerzas ígneas, corrosivas, virulentas, sí (cómo no, si nosotros sabemos de combatir vacunas culturales).

 

2016

Cada año dependemos del arrastre que traemos de los anteriores, sobre todo en materia de repertorio. Tuvimos, al comienzo del año 2016, reposición de «El Examen» de Carlos Rehermann en La Cochera y continuamos con el estreno de una obra de largo aliento como «El Cura -teatro coral-«, con el que pasamos por varias salas hasta culminar en el Teatro Real.

En repertorio tuvimos la posibilidad de trabajar con «Pena de Fuego» de la platense Roxana Aramburú, obra estrenada en el Ciclo Bancor del año 2015. Habitualmente publico artículos en medios digitales como Artezblai de España, Experimenta y sigo abocado a la producción de textualidades teóricas, en cuyo marco pude poner a punto mi último ensayo «Contornos de activación teatral -anatemas contra el aparato de hegemonía sensible-«, cuyo proyecto de publicación fue bendecido por el Instituto Nacional del Teatro con el máximo puntaje. Este material está a punto de salir en editorial Leviatán de Buenos Aires.

Es importante para mí mencionar mi labor como jurado en las convocatorias teatrales de Municipalidad y Provincia, más que por el reconocimiento que implican, por permitirme acceder a la proyectualidad de todo el campo teatral de nuestro medio. A esto debo sumar la presentación, junto a Sergio Ossés, de la edición de las obras ganadoras del Premio Provincial de Dramaturgia.

Otras acciones mencionables tienen que ver con la permanente participación en las distintas cátedras de las escuelas teatrales de nuestra ciudad, en la que destaco en particular la II Jornada de Teatro Comparado, organizada por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC. También intervine como prologuista de las obras del autor noruego Arne Lygre, publicadas en la colección de teatro de la Editorial Eduvim, dirigida por Soledad González y de la obra «Tierra Adentro» de Roxana Aramburú, en editorial de La Plata.

Para estrenar en 2017 obtuvimos el primer lugar en el orden de mérito de la Convocatoria a la Producción Teatral Independiente que organiza la Agencia Córdoba Cultura, con el proyecto «Segismundo –la naturaleza de la catástrofe-« sobre cuyo cronograma debemos decidir en breve.

En marzo reponemos «El Cura -teatro coral-« en Medida x Medida. En marzo o abril hago la presentación del libro «Contornos de Activación Teatral» y nos abocamos al diseño de nuevos proyectos de creación para el presente año. «Pena de Fuego» mantendrá una programación abierta a colegios secundarios.

En materia de colaboraciones, comienzo el año con un aporte relativo al teatro y la música, a publicar en la página digital del CEPIA.

El Teatro en tiempos de precariedad cultural.

Trabajamos en el contexto socio-político de una provincia que votó en un setenta por ciento a favor del proyecto de la derecha y que ostenta el dato-síntoma de no restaurar uno de sus grandes teatros oficiales, destruido por incendio. No menos cierto es que en ese mismo territorio, entre ciudad y provincia, han surgido un conglomerado de pequeñas salas, que en la sumatoria anual de los puñados de espectadores que convocan, redondean un fenómeno cultural intensificado, en el que se desenvuelven gestores, investigadores, programadores, autores, pensadores, críticos, que sumados a los núcleos de creación y realización, conforman quizá el circuito cultural de mayor dinamismo y potencialidad de nuestro medio.

Esa dinámica habilita un rango cualitativo que el Estado por sí mismo no dispone y al que le debe inversiones de consolidación y desarrollo. Pero en una situación de crisis, las coartadas oficiales quedan a la orden del día. La crisis es disminución en la taquilla, pero eso sólo es la consecuencia que expone una situación compleja, cual es la de cómo el Estado concibe a la cultura de creación.

Desde los espacios independientes, el artista contemporáneo, en su dimensión de buceador, experimentador, es capaz de evidenciar lo que se oculta tras las apariencias y los esquemas perceptivos establecidos. Esta trans-ontología teatral, es capaz de devolvernos en su crisol de imágenes no ya la certeza aunque sí una pista de lo que es humano, en el contraste extrañador de lo ‘otro’, la otredad no de lo que somos, sino de lo que no vemos detrás de los velos. La teatralidad sería el ver, en el punto de cruce de ese ida y vuelta, iluminando la doblez.

Uno puede ver la efigie de la moneda, borroneando con la mina del lápiz sobre el papel que la cubre. De ese gesto total de la mano, surge por contraste lo no pintado, la efigie que la acuña por expresión de vacío, de no-luz, y sin embargo, el contenido que la nomina como tal. El escenario parece ser una superficie de esta especie, de sustracciones figurantes. La mano social, por efecto de sus movilizaciones y creaciones pertinaces, hará ver por contraste la figura escondida. El artista y sus espectadores, son las dos partes de ese symbolon que configura la dimensión social del encuentro.

La explosión poética del teatro, o la explosión de las poéticas en el teatro, representan esa desestabilización que trans-ontologiza (fórmula de Levinas) el ser como descorrimiento de los velos totalizadores que hacen ver la otredad múltiple, rara, racial, informe. El dogma sacro de lo que hay que ver, se conmociona con el misterioso: “¿qué cosa habrá detrás de las fronteras?”

En el concierto socio-económico se trata de ver la estrategia del artista independiente ante los asedios del modelo precarizante del neoliberalismo. Si el artista se enamora de su propia imagen, no hace sino consagrar la prerrogativa aurática y sublimada, que lo hace ver en el concierto social como un fin en sí mismo, y cuyo sueño alienado es la almohada en la que asienta su conformidad y despolitización. Bueno es recordar aquello que decía Guy Debord: la última forma de fetichismo de la mercancía es la imagen. Es decir, no sólo la imagen a secas, sino también la imagen de sí mismo.

Más acorde y modesto es pensar en reactivar en el proceso de subjetivación, una nueva dimensión de lo que significa ser libre, ser creativo, ser humano.

¿Por qué además, el capitalismo actual, en los producidos culturales tiene el máximo poder de reproducción y relegitimación formal de sus procedimientos, ya bajo la forma de industrias culturales, patentes, legislaciones, conocimiento ‘instrumentados’ material o inmaterialmente, y aún así, seguimos razonando sobre si la cultura es importante o si lo que hacemos lo es?

Lo que sentimos como no importante de nuestra actividad no es más que la expresión palmaria de la falta de proyecto, de la confusión, de no saber plantar los términos políticos, alternativos, resistentes de nuestras actividades que pretenden ir ligados a la libertad y a la vida como valores innegociables. Cuando ‘el programa de Gotha’ definía “el trabajo como fuente de toda riqueza y de toda cultura”, fue contestado por Marx con: “el hombre que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo no puede ser esclavo de otros hombres que se han convertido en propietarios”. Con lo que, si la libertad es la materia prima del arte, antes lo es del hombre y es el arte quien lo recuerda, más allá de la cantidad de gente que escuche o deje de hacerlo. Esto último, es irrelevante a los efectos de esa libertad fundante.