Gustavo Kreiman

Gustavo Kreiman

2020

Agradezco la invitación de Redacción 351 de participar del Anuario 2020.

Estoy viviendo en Montevideo desde 2019, estudiando dramaturgia y haciendo teatro allá. Córdoba sigue estando en mí, no solo como un lugar natal, sino también como una referencia de un modo de producir y de construir poética y ética artística.

Extraño Córdoba, pero creo que está bueno también cambiar de aire un rato y curtir otro ambiente.

Montevideo es una ciudad tremenda y amable, su gente es amena y generosa, y el teatro que se produce ahí está muy picante. Estoy contento, agradecido de la gente de ahí que me abrió la cancha para laburar, y mirar a Córdoba un rato desde la distancia me permite reconciliarme con lo mejor y tomar aire de la densidad.

Fue un año complejo, difícil, como ya sabemos, y siento que la dificultad y la complejidad de las circunstancias hace que haya muchas cosas que son difíciles y complejas de decir, siento que el lenguaje puede hacer poco para abarcar la experiencia. Que todavía es demasiado pronto para procesar en términos lingüísticos todos los cambios y las transformaciones que la pandemia trajo consigo.

No me animo a nombrar, porque al nombrar, siento que hablo de otra cosa y no de lo que pasó. Lo que pasó todavía está crudo, se resiste a ser cocinado por la palabra. Me animo a poner palabras un poco desordenadas alrededor de lo que siento, como un ejercicio lúdico consciente de su inutilidad.

Creo que la presencialidad es una característica ineludible del convivio. Entiendo que tuvimos que inventarnos otras maneras para poder sobrellevar el encierro y generar alternativas económicas que generen ingresos por nuestro trabajo. Pero eso no se puede imponer como nueva normalidad. Creo que el teatro se trata de estar juntos, de sentirnos el olor, de correr el riesgo que una gota de baba de una actriz haga contacto con la piel de los espectadores de la primera fila. No puedo asumir eso como un riesgo a evitar. Me parece que ese riesgo es constitutivo de la experiencia teatral. Nos cuidemos, sí, pero no le escapemos a la baba. Si le escapamos a la baba y al olor, al ida y vuelta de la energía, al caldo que se cultiva entre espectadores y actores, si le escapamos a eso, vamos a estar jugando a hacer de cuenta que hacemos teatro. Yo no quiero jugar a hacer de cuenta. Quiero hacer teatro. E ir al teatro, implica siempre a exponerse a una experiencia de contagio. Contagio, contaminación, en un sentido simbólico y metafórico en el mejor de los casos, pero también en un sentido material. Si el teatro es como la peste y contagia y contamina, yo no me quiero volver inmune a su contagio. Quiero estar ahí, expuesto.

Creo que el mundo ya era bastante feo antes de todo esto y ahora se volvió más feo todavía. Lo que más me preocupa, más allá de la enfermedad, es el costo simbólico que trae empezar a dimensionar el contacto con los otros como un posible peligro de muerte. Creo que lo más horrible de todo esto es que abona la paranoia, alimenta nuestras ganas de ponernos la gorra. Creo que tenemos que cuidarnos, entre nosotros, pero nunca pedirle ayuda a la policía ni convertirnos en uno.

No sé si creo en la resistencia como un concepto per sé. No sé si creo en la resiliencia como un concepto per sé. Me parece que las dos palabras están un toque bastardeadas.

Creo que tenemos que juntar ovarios y huevos para bancar los trapos en esta jodida. Inventar nuevas maneras de estar juntos, inventar maneras que no se parezcan tanto a las maneras de mierda que teníamos antes, en ese sentido siento que el teatro tiene mucho que aportar en términos creativos a la reconfiguración de la permeabilidad mutua.

Creo que el teatro tiene que estar ahí para inventar hábitats alternativos para sensibilidades múltiples, en un mundo donde las instituciones, los medios y las redes sociales se ocupan de configurar modos de sensibilidad hegemónicos para que todxs miremos, escuchemos, sintamos y pensemos parecido.

Creo en seguir apostando al teatro como algo que importa porque no es importante, que lo más transformador que tiene es que no sirve para nada, y en ese no ser servil radica su potencia.
Ojalá en 2021 podamos estar más cerca, cuerpo a cuerpo, con los protocolos que hagan falta para que podamos funcionar, pero cuerpo a cuerpo, ahí, compartiendo las transpiraciones en la medida de lo posible.

Ojalá 2021 se abra como una pista de despegue para que agarren vuelo muchas propuestas, poéticas y composiciones que apuesten al contacto con el otro como un modo de existencia posible.

Ojalá 2021 nos encuentre con fuerza y ganas de estar juntos.

Vamo’ arriba.

 

2017

Presente y Colectivo

«Creo que vivimos unos tiempos propicios para el teatro. En este mundo en el que todo parece tan aparatoso, la pequeñez del teatro hace que pueda desarrollar estrategias de partisano, de guerrillero, de abrir caminos. (…) El teatro debe hacernos reconocer al fascista que llevamos dentro, al torturador, al violento y eso es políticamente útil y relevante. (…) El teatro puede alterar imágenes, suscitar preguntas. No cambia el mundo, pero hay que hacerlo como si pudiera cambiarlo. En realidad, cada acto ciudadano ha de ser así, como si estuviese en juego la humanidad entera. Por otro lado, hay quien dice que el teatro no ha cambiado el mundo. ¿Y él qué sabe? ¿Cómo sería el mundo sin teatro?»
Juan Mayorga.

Hablar de teatro es difícil, quizá por eso sea que se le pone el cuerpo mucho más de lo que se lo habla. El teatro, como arte del presente, se resiste a ser hablado desde otro tiempo verbal que no sean el infinitivo o el gerundio. El teatro, como arte colectivo, habla de nosotros mucho más de lo que nosotros podemos hablar de él. Por eso la invitación a participar de este anuario y escribir un texto “contando lo más destacado de este 2017, una mirada sobre la actividad teatral cordobesa, junto a un deseo/expectativa para el 2018” me pone al frente de dificultades que prefiero no disimular. ¿Desde qué lugar hacer sonar la voz de este texto?, ¿cómo hacer para que mi mirada sobre la actividad teatral cordobesa pueda aportar algo?, ¿cómo hablar de mí sin perder aceite?, ¿cómo nombrar a aquello de lo que fui (nada más que una) parte?

Supongo que lo más pertinente es comenzar agradeciendo la invitación, ya que para mí es muy lindo poder participar de este rejunte de palabras y me hace sentir muy bien poder escribir a la par de otrxs compañerxs de trabajo a lxs que el teatro les importa mucho: el Anuario Teatral de Redacción351 ya se va volviendo una sana costumbre de fin de año para comunicadorxs y artistas escénicos de Córdoba, y (desde mi perspectiva personal, como todas las palabras que componen este texto) me parece una reunión virtual fértil y reconfortante, en la que podemos conocer voces que no tenemos tan cerca, leernos y hacernos pensar; todas cosas que van a contrapelo del estado actual del mundo, donde el discurso oficial indica que es preferible no vincularse con lo desconocido, no estar muy cerca de nadie, no leer y no pensar. Muchas gracias por abrir vías de encuentro y de posible transformación, y por difundir tan generosamente nuestra actividad durante todo el año, desde hace años.

Lo más destacado de este 2017 para mí, fueron tres obras en las que participé desde el rol de espectador. Me animo a decirlo así, porque son tres obras que me hicieron ser parte en términos de experiencia y acontecimiento, y me hicieron trabajar –obvio que mucho menos que quienes las realizaron, pero me hicieron trabajar al fin-, porque estar en ellas puso en movimiento algunas sensaciones, ideas y formas que en mi imaginario personal parecían estancadas o inamovibles.

La primera es «Papá Barbie o La Antihistoria», estrenada en El Cuenco Teatro con dramaturgia y dirección de Elisa Gagliano. Además de ser una tremenda clase de actuación (desde los cuerpos de Eva Bianco, Delfina Díaz Gavier y Ana Ruiz, tres monstruas poderosas y fascinantes), nunca había visto una obra local que advirtiera con tanta lucidez y peso crítico las características machistas que el teatro tiene y va a conservar mientras siga funcionando como (otra) institución patriarcal. En un ejercicio que conjuga de manera hermosa feminismo, meta-teatralidad y auto-consciencia, las mujeres que construyeron Papá Barbie…, además de emocionarme y hacerme reír, me hicieron reflexionar sobre cómo hacia el interior de la actividad teatral seguimos reproduciendo prácticas machistas, jerarquías cuestionables, y mandatos absurdos donde ‘el hombre/el padre’ aparece como el centro de la creación, que bien nos vendría deconstruir si lo que queremos es crecer. Como hombre en vías de desarrollo –prefiero nominarme así antes que ‘hombre feminista’, porque todavía me queda mucho camino de aprendizaje en el feminismo antes de entenderme como tal-, les agradezco profundamente ese puñete bien puesto que me clavaron en la pera con la obra, como artista escénico les agradezco fuerte que la obra plante bandera y no sea condescendiente con el público (ni masculino ni femenino ni otro), y como sujeto político les agradezco que la obra termine con una canción tan power, que a mí se me configuró casi como un instructivo para derrocar al macho que da órdenes adentro de muchos: “Papi murió de un tiro en el estómago / Papi murió de un tiro en su retrato / Papi murió de dos y dos son cuatro / Papi murió de un gran relámpago…”

La segunda es «Pintó Sodoma. Escándalo de un mundo equivocado», estrenada en Teatro La Cochera, con 14 actrices y actores increíbles en escena y dirección de Paco Giménez. Para mí es esta una obra formalmente hermana de Tracción a sangre -otra obra dirigida por Paco y estrenada en La Cochera en 2016, esta vez con la magia de Esos cuerpos (así se llama el grupo) en escena, una de las piezas teatrales más reveladoras que vi en mi vida-, en la que te invitan a formar parte de un ritual obsceno que desarticula cualquier mecanismo de defensa moral, te incomodan y al mismo tiempo te tratan suavemente. Me pasó también que esta obra me hizo comprender un poco más al teatro contemporáneo. ¿Qué es lo contemporáneo?, se pregunta Giorgio Agamben en un seminario de 2008 e intenta respondérselo, entre otras, con estas palabras: “Contemporáneo es aquel que tiene fija la mirada en su tiempo, para percibir no las luces, sino la oscuridad. Todos los tiempos son, para quien lleva a cabo la contemporaneidad, oscuros. Contemporáneo es, precisamente, aquel que sabe ver esta oscuridad, que está en grado de escribir entintando la lapicera en la tiniebla del presente.” Se me viene esta cita a la cabeza, porque creo que lo que «Pintó Sodoma…» nos ofrece es la oportunidad de presentarnos en un acontecimiento escénico con poetas contemporánexs, cuya reflexión sobre el hoy dialoga ineludiblemente con la tradición artística que recibieron como legado cultural y se configura como novedosa u original en las líneas de fuga que traza hacia el futuro en formas de pregunta. La obra consigue ser profundamente oscura sin ser innecesariamente opaca, lo cual es verdaderamente difícil en términos de composición, y luminosa al mismo tiempo si coincidimos en que la luz es una forma de energía generadora de vida.

La tercera es «Una primavera», solo de danza interpretado por Cecilia Priotto y dirigido por Ezequiel Rodríguez sobre La Consagración de la Primavera (Stravinsky, 1913) y estrenado en el Teatro La Luna. Esta obra me hizo cosas en el cuerpo que pocas obras antes me habían hecho, me conmovió en términos kinésicos y sensoriales de una manera tan profunda, que poco puedo hacer con el lenguaje para dar cuenta de la experiencia. A modo de intento, atino a decir: que Cecilia Priotto para mí es una bailarina virtuosa y (trans)formadora, porque su generosidad artística hace que su virtuosismo, lejos de funcionar como una mera muestra de sus capacidades personales, se convierta en una fuerza emancipadora para el público; y que la obra en un sentido integral para mí pone a la belleza tan cerquita de la perturbación que nos devuelve una mirada muy amena y muy humana sobre la animalidad que nos constituye. Además, es una demostración contundente de que la danza es la madre del teatro y el arte escénico (y no al revés), manera de entender la actividad con la cual comulgo cada vez más.

También destaco, entre los acontecimientos de 2017, dos colectivos de los que formo parte: Casa Laberinto y el Izquierdo | teatro. En Casa Laberinto, desde hace dos años con un equipo de diez amigxs de la facultad le ponemos el cuerpo a la gestión de un lugar de encuentro, a donde ocurren talleres de áreas artísticas muy diversas, obras de danza y de teatro, conciertos de música, presentaciones de libros y noches de dramaturgia leída. Desde la subjetividad a donde la pertenencia me ubica, estoy orgulloso de participar en ese equipo de trabajo integrado por personas que amo mucho, con el que intentamos transformar nuestro tiempo laboral y nuestro amor por la cultura y el arte en un Laberinto que pueda ser también habitado por otrxs. Ahí mismo, con el Izquierdo | teatro, el grupo de teatro que armamos con Daniela Valdez en 2014, este año estrenamos «La casa de las luces que estallan», una obra de teatro para niñas y niños filosófica y con perspectiva de género. Estoy muy contento con lo que hicimos, también orgulloso del equipo de trabajo tremendo que se armó durante el proceso (Antonela Rimoldi y Gabriela Visintín en las luces, Lihuén Savegnano en la dirección de arte y vestuario, María José Ugrin en la escenografía, Henry Mainardi en diseño gráfico), realizado por haber podido cruzar por primera vez en una obra nuestra el lenguaje de la danza (gracias Florencia Baigorrí, coreógrafa y asistente de dirección, por hacerlo posible) y profundamente enamorado de las dos actrices y el actor que trabajaron en escena (Fiorela Boratto, Guillermo Salguero y Daniela Valdéz).

Como mirada sobre la actividad teatral cordobesa, puedo decir que la diversidad poética y la multiplicidad discursiva siguen siendo para mí las dos características más fértiles del conjunto de obras que se estrenaron acá en este último tiempo. A lo que agregaría que para mí el amateurismo que nos atraviesa es lo mejor de nosotros, algo que pensé hace poco, después de un fin de semana intensivo de teatro porteño. Cabe aclarar que elijo la palabra ‘amateurismo’ justamente para discutir las connotaciones negativas que trae aparejada la condición de ‘amateur’, y pensándola no como una instancia a atravesar para convertirse en otra cosa, sino como una calidad o un conjunto de características que pueden permanecer en el tiempo, tanto para quienes arrancaron hace poco como para quienes su trayectoria ubicó en el lugar de ‘profesionales’. Cabe aclarar también que de ninguna manera diría nada en contra de ningún proceso de ‘profesionalización’ que alimente la actividad en términos de formación, disciplina, distribución de capital simbólico y económico, y puesta en valor de los espacios teatrales, procesos que ya son parte constitutiva de las políticas culturales que se les demandan a los gobiernos, y en buena hora. Pero sí reivindico la figura del amateur, como aquél o aquella que desempeña “mal” su oficio, y en lugar de sonarme despectivo me resulta halagador si tengo que hacer un análisis comparativo entre el teatro cordobés y el teatro de la Capital Federal.

Porque después de ver varias obras una atrás de la otra en Buenos Aires, me encontré con que gran parte del teatro que se produce ahí está tan “bien hecho” que me resulta inocuo, y creo haber encontrado una explicación a esa sensación personal en ‘el profesionalismo’ con que practican la actividad los hacedores de allá. En la mayoría de las obras de Buenos Aires que vi este año, las actrices y los actores actúan con tanta seguridad, las directoras y los directores dirigen con una identidad tan definida, que nadie puede discutir la factura técnica de lo que producen. Ahora bien, en términos de experiencia artística, desde mi perspectiva, las obras no están tan buenas porque movilizan poco: corroboran las grandes capacidades expresivas de sus intérpretes y realizadores, pero conservan y reproducen convenciones constrictivas de lo que entendemos como teatro. En Córdoba, en cambio, es muy común asistir al teatro y ver a personas hacer cosas que no saben hacer muy bien, o bien, que no saben muy bien cómo se hace lo que hacen. Es muy común acá ver a artistas que en lugar de exponernos su seguridad nos comparten su vulnerabilidad, que en lugar de hacer siempre lo que ya saben que saben hacer bien, habitualmente hacen cosas que no saben si saben. La actuación, la dirección, la dramaturgia, la escenotecnia, adquieren complejidades inusitadas por esta ‘actitud amateur’ con la que los artistas escénicos cordobeses encaran su trabajo. Creo que eso es algo sano. Creo que eso hace que nuestro teatro sea importante, en términos éticos y estéticos. Creo que es muy hermoso oír una canción cantada por alguien que no se siente del todo seguro cantando, creo que es muy revelador ver actuar a alguien que sabe que no sabe bien qué es actuar, creo que es muy alentador que desde el arte nos animemos a ensanchar los horizontes de nuestras posibilidades, en lugar de solamente exaltar aquellas capacidades en las que ya fuimos reconocidos como eficientes, creo que las espectadoras y los espectadores nos sentimos muy agradecidxs y cómplices cuando participamos de un espectáculo en el que las personas que están ahí no están posando acomodados en su zona de confort sino que se derraman desde las voluptuosidades de su caos.

Y por eso, como deseo/expectativa para el 2018, me gustaría que la profesionalización de nuestras condiciones de trabajo no nos quite nunca esa actitud amateur con que abordamos la práctica. Es decir, estaría buenísimo que sigamos formándonos, entrenando y que seamos disciplinados con lo que hacemos, que desde el estado mejoren la calidad de los subsidios a la actividad, los paguen en término y se optimicen las instancias burocráticas que hace tan engorroso poder acceder a ellos, pero todo eso para que las hacedoras y los hacedores de teatro de Córdoba podamos seguir haciendo lo que hacemos con plena libertad, con el coraje y el desparpajo que nos caracteriza, sin acartonarnos en fórmulas funcionales sino empujándonos todo el tiempo a la crítica y a la aventura, desde expresiones que son deformes porque todavía no se generalizó un nombre único para su forma.

Ojalá se sigan haciendo muchas obras, sigamos acompañándonos como compañerxs de trabajo y siendo solidarixs entre nosotrxs, ojalá aparezcan voces y poéticas nuevas que inventen nuevas maneras de vincularse con el público, y ojalá a las cordobesas y a los cordobeses nos deje de gustar que nos rompan el ojete con tan poco decoro, a ver si dejamos de votar lo que votamos.

Fotografía tomada por Cecilia Valenzuela Gioia.

 

2015

Diversidad poética en el teatro de acá

Córdoba es una isla sin mar y con un faro que parece un monumento al porro. Al mismo tiempo es una usina creativa y la gente que trabaja acá –gente que varía desde los 18 hasta los 81 aproximadamente- no para de producir poesía en distintos formatos. La poesía escénica, o bien, el trabajo teatral de los distintos grupos y equipos que estrenaron durante el 2015 en Córdoba, es difícil de adjetivar, pero quizá pueda contarse la diversidad como la característica que más los atraviesa.

La cantidad de obras estrenadas durante el 2015 es significativa. Con la publicación mensual de la Agenda Teatral (una de las mejores noticias del año para los hacedores y espectadores escénicos de Córdoba), pudimos ver que hubo fines de semana a donde había más de 30 opciones diferentes para ir a ver al teatro, por ejemplo.

Lo interesante radica, justamente, en las diferencias. Más allá de la cantidad, cada una de las obras estrenadas es única en términos de producción y acontecimiento: la pluralidad de voces y la divergencia material de las poéticas propuestas manifiestan la amplitud de posibilidades que tienen los espectadores a la hora de elegir ir a ver una obra de teatro hecha acá.

Poder decidir entre tanta variedad para los espectadores es buenísimo. Lo divergente es saludable. Habla, a su vez, de la potencia estética de los realizadores: A la hora de poner en escena sus experiencias subjetivas, cada equipo sabe hacerlo desde un lugar francamente personal. Y me parece que a eso el público lo agradece. Aunque el Estado no apoye como corresponda, aunque los subsidios no lleguen, aunque los espectadores sean pocos, y aunque el puterío nunca falte, los hacedores teatrales de Córdoba producen, en serie y en serio.

¿Cómo hacer para expandir esa diversidad y esa divergencia a los espectadores que convocamos? Puede ser una pregunta fértil para hacerse de cara a lo que en una de esas hasta puede hacernos crecer como realizadores. ¿Cómo hacemos para que venga gente distinta, distinta a la que viene siempre, y al mismo tiempo renovar el contrato de confianza con el público recurrente? ¿Hacia dónde mover nuestro teatro para que la diversidad de nuestras poéticas se cruce con un público divergente?

Córdoba es un lugar de resistencia. Lo que mejor sabemos hacer es resistir. El horóscopo dice que el 2016 va a estar bueno y yo le creo. Lo que me interesa es hacer de esa resistencia un encuentro nutritivo. Y considero que si nos preocupamos por ampliar los lenguajes posibles en nuestras obras, se van a ampliar a su vez las posibilidades de diálogo con los espectadores que vengan a verlas. Porque nos merecemos un diálogo tan plural como nuestras poéticas, y porque hay gente en Córdoba que desconoce lo que ocurre en las salas de teatro independiente. Pero difícilmente vayan a conocerlo si nosotros insistimos en seguir produciendo como si lo hiciéramos siempre para los mismos interlocutores.

Córdoba es una isla sin mar y con un montón de gente caminando al compás de una necesidad: la de conmoverse. El teatro sabe cómo responder a esa sed. Nos hidratemos.