Alejandra Migliore

Alejandra Migliore

2016

Elogio de la hilacha

“Si por cierto no se puede hacer una política real únicamente con los sentimientos, ciertamente no se puede hacer una buena política descalificando nuestras emociones”. Didi-Huberman

El 2016 fue jodido para (casi) todos. (Pero nunca hay que subestimar lo que encierran los paréntesis). Claro que el espíritu de un anuario nos pone un poco en la obligación de ser optimistas. ¿Qué sentido tendría hacer un raconto de las experiencias negativas de un año? Para eso están los “balances”, pero esa es arena de otro costal… Llamada a pensar rostros amigables del año que se fue, se me ocurre que tal vez no sea imposible y las piedras sean capaces de llanto. Y que, después de todo, llorar no sea tan malo (¿consuelo de tontos?).

En su Rapsodia para el teatro Badiou toma como punto de partida un contexto brutalmente capitalista (como el nuestro) en que tiende a desdibujarse definitivamente el campo socialista. Pero afirma que el teatro es un asunto de Estado y ello en dos sentidos. Por un lado, dice el francés,  “el teatro es más sólidamente estatal que el propio Estado. (…) El teatro está en esencia bajo vigilancia. Es el lugar posible de efectos políticos, es una conspiración oficial.” Por supuesto, no está pensando en el teatro independiente, pero no deja de ser verdad que éste también es un lugar posible de efectos políticos y que, al menos, puede estar bajo vigilancia. En cualquier caso, el teatro en cuanto arte presenta una analogía formal con la política, piensa Badiou, razón por la cual no podría desentenderse del Estado o de su motivo.

Por otro lado, desde un punto de vista más pragmático, el teatro cuenta en mayor o menor medida con el Estado. Modestos, inestables, intermitentes, los estímulos que en sus diferentes niveles (municipal, provincial o nacional) el Estado pone a disposición, constituyen una ayuda de la que no dependen las producciones independientes, pero que sin duda las facilita. Particularmente en este punto, sumado al bolsillo desinflado de todxs, en el 2016 tuvo lugar una ‘nueva’ disputa política con Cultura de la Municipalidad y, detalles al margen, la producción teatral cordobesa prescindió de uno de los regulares estímulos: el FEATEC (Fondo Estímulo a la Actividad Teatral Cordobesa). Por otra parte, el Premio a la Creación y Producción Teatral que otorga Cultura de la Provincia realizó su convocatoria en el segundo semestre (!) y el premio se entregó promediando el año. En conclusión, no había plata. Para producir, evidentemente no.

¿Y el público? Ok, que no panda el cúnico, decían, pero la mano venía jodida y no tardaron en aparecer promos, descuentos, 2×1… y una modalidad más bien excepcional comenzó a extenderse: “Entrada a la gorra” se leía en los flyers. Contra los prejuicios que emparentan el precio a la calidad, sentido común mercantilista “tanto cuestas, tanto vales”, los teatreros priorizaron el encuentro con el público: que el teatro exista; lo demás, vamos viendo.

Cuando lo más fácil era irse a casa a lavar los trapos sucios, decidimos juntarnos remembrando el ritual de las lavanderas, encontrarnos a llorar  en un gran velorio colectivo, habitar esa intemperie, convocarnos a “mostrar la hilacha”.

Si, como creía Darwin, llorar, y la emoción en general, es un acto primitivo, es evidente que se distancia del estado de civilización deseable a esta altura de los acontecimientos. La edad adulta (y fálica) sería la edad donde se sabe reprimir la tendencia animal a expresar emociones. Las emociones son patrimonio de los niños, las mujeres, los locos, los ancianos, en definitiva de quienes aún guardan alguna relación con lo salvaje. Pero quien expresa sus emociones, se expone en toda su debilidad, su impotencia, su impoder o su imposibilidad, dice Didi-Huberman; lo que en ciertas circunstancias puede incluso aparecer como un acto de coraje.

Supongamos que sí constituye un acto de valerosidad mostrar la propia debilidad, pero nunca excede ese carácter de lo propio. Las emociones son privadas y por lo tanto no hay qué hacer con ellas. En este sentido, las pasiones o emociones ciegas de damiselas sensiblonas son presentadas como la encarnación de lo particular, a partir de las cuales nada universal se puede construir, nada objetivo se puede demostrar; por eso Hegel decía que la mujer era la ironía de la comunidad. Lo que ella señala con su mera existencia es que la totalidad es imposible. Sin embargo, “la emoción no es del orden del yo, sino del acontecimiento” dice Deleuze. Las emociones son más antiguas que la gente, están en mí pero fuera de mí, son de todos pero en cada uno. Podemos decir entonces que nos reúnen justamente porque una e-moción es moverse hacia afuera, por lo tanto emocionarse es ya una transformación, y ésta es la esencia del teatro.

El teatro sabe de la belleza que atesora lo contingente y mudable, trabaja con lo evanescente de una voz, con las ruinas de una presencia, su materia está hecha de un amor al riesgo y a la vulnerabilidad. El teatro sabe que la fragilidad ante la que nos enfrenta la Fortuna, eso que no podemos controlar y que simplemente nos pasa, esa fragilidad que desde siempre hemos intentado conjurar mediante remedos racionalistas para estar a salvo, es la que preserva la mayor belleza.

No dejemos de llorar. ¡Nos juntemos!